sábado, 11 de febrero de 2012

El Viejo

Recuerdo cuando estaba en último de secundaria, al salir de la escuela me gusta recorrer el Centro Histórico de la ciudad disfrutando de cada segundo que pasaba en él. Me encanta ver la cara de los turistas asombrados por tan hermosa ciudad, olvidándose de sus vidas monótonas en las grandes ciudades del mundo. Y es que recorrer esas pequeñas calles era como estar en otro tiempo, un pasado que siempre está presente.

Siempre tomaba un descanso en una de las bancas cerca del Reloj Público, en la Plaza de los Coches, era una costumbre ponerme a observar a los transeúntes de la Plaza. Un día me percaté de un viejo que siempre dejaba una pequeña mesa vieja que tenía pintado en grandes letras rojas: “Se reparan relojes para que no pierda el tiempo” y se posaba en la estatua de Pedro de Heredia en el centro de la Plaza. Después de varios días haciendo lo mismo, empecé a anotar en una hoja —que todavía conservo— la hora en que el viejo repetía la acción. Los tres primeros días pensé que era una coincidencia que la hora haya sido la misma, pero después de una semana mi curiosidad fue tanta que no pude dejar de hacer lo mismo.

Todos los días, como si fuera algo que no podía evitar, el viejo dejaba a las 2:45 p.m. su mesa vieja para posarse en la estatua de Pedro de Heredia durante quince minutos. A las cuatro recogía sus herramientas de trabajo en una mochila vieja y llena de parches, aseguraba su mesa amarrándola con unas cadenas a árbol que le brindaba el techo de su oficina. Por mi parte, ya no recorría el Centro, sino que iba directo a la Plaza de los Coches, me sentaba en la misma banca y me disponía a observar al viejo. Hacíamos lo mismo siempre: yo observarlo, él posarse en la estatua a la misma hora durante el mismo tiempo.

Un lunes, lo recuerdo bien, me senté en mi banca y el viejo no estaba en su mesa. Perturbada, pensé varios minutos qué podía hacer. Me preocupé por el viejo, algo le tuvo que haber pasado para no estar ahí. Miles de ideas pasaron por mi mente: quizás estaba cansado, de pronto se había refriado, quizás su esposa cumplía años… ninguna opción me dejó satisfecha. Tenía qué saber el porqué de su ausencia. Finalmente decidí acercarme al árbol donde estaban los demás relojeros para preguntar por el viejo:

      —Niña, ¿qué se le ofrece? —dijo un señor tras ver mi inseguridad para preguntar.
      —Señor, ¿no sabe dónde está el relojero de la mesa con grandes letras rojas? Hace un par días le deje un reloj y me dijo que viniera hoy por él —después de unos segundos el señor sacó una caja de madera, la abrió y me dijo que buscará mi reloj.
      —Es éste rojo. Muchas gracias. ¿Cuánto le debo?
      —No se preocupe él dejo todos éstos relojes para entregarlos a sus dueños.
      —Permítame preguntarle, ¿dónde ésta el viejo relojero?
      —Murió anoche —dijo el señor tras vacilar unos segundos—, se durmió y no despertó. Murió de viejo.

Tras oír estás palabras quedé anonadada. Miré mi reloj y eran las 2.45, camine lentamente hacía la estatua, me posé en ella y me quede hasta el atardecer.

Nunca supe por qué el viejo hacía eso, hoy todavía me lo pregunto mientras escribo esto en la banca donde me siento todas las tardes.

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